Los caminos del arroz [1]

Relato

por Nelson Alvarez Febles


La primera vez que nos encontramos me resultó obvio que no encajaba en aquel mundo de lujo hotel Hilton y desenfadada burocracia ambientalista a lo United Nations. Más bien bajo, de músculos elásticos fuertes, piel morena, ojos oscuros ligeramente almendrados y pelo negro lacio, Andya podía ser uno más de la multitud de indonesios que ayer por la mañana, en el recorrido del aeropuerto a la sede de la convención internacional sobre biodiversidad, llenaban las calles y avenidas de Yakarta, la capital escindida entre el esplendor de decenas de rascacielos y las repentinas inundaciones provocadas por intensos aguaceros
tropicales.

Vista de los campos de arroz de Tegallalang, Bali
La mano que entra por la ventanilla abierta del sofocante vagón de tren ofreciendo un multicolor surtido de bebidas refrescantes en bolsitas de plástico me saca de mis pensamientos. Antes de iniciar el viaje a Indonesia le había escrito a Andya diciéndole que quería conocer algo del trabajo que ellos apoyan. Gracias al correo electrónico habíamos coordinado esta visita de campo para visitar un proyecto de recuperación de diversidad agrícola campesina en variedades de arroz. Nos entendemos bastante bien en un inglés elemental apoyado en los amenos matices de los gestos y la complicidad. Es viernes, afortunadamente hace tres horas que dejamos atrás la capital y los debates diplomáticos: allí se escuchan todos los planteamientos justos y necesarios, pero queda la sensación de que las decisiones se cocinan por las noches en los despachos de los poderes de facto, que terminan, como se dice en mi tierra, repartiéndose el bacalao.

Antes de que el tren arranque de nuevo, Andya ha hecho acopio del almuerzo: unos bollitos de arroz rellenos de un guiso de carne y dos de aquellas bolsitas de colores,  cuyos refrescantes líquidos apenas logran calmar la quemazón en el esófago provocada por el picante. Andya me deja saber que hasta hace unos meses atrás un viaje como el que estamos haciendo hubiera sido más complicado, pues el país recién salía de una etapa de dura represión política durante la cual él y muchos más habían pasado a la clandestinidad. Añado hoy desde este presente en el cual escribo, que en aquellos años de mediados de los noventa todavía la defensa de los derechos de los campesinos y de los pueblos indígenas a sus recursos naturales, territorios ancestrales y culturas tradicionales no se había convertido en un moderno motivo de persecución política.

Han pasado varias horas más, atrás dejamos el bullicio de Yogyakarta, histórica ciudad en el centro de la isla de Java. El bus, después de recorrer un bello paisaje de montañas y vegetación exuberante que me resulta familiar, nos deja a la orilla de la carretera. De pronto aparecen dos jóvenes en sendas motos que nos llevan veloces por caminos vecinales entre campos, aldeas y vecinos curiosos. En algún lugar de mi cerebro se dispara una sutil sensación de alerta, pues la verdad es que si no regreso de este viaje, aquí nadie me va a encontrar. Las motos paran en un cruce de caminos, Andya reparte algunas monedas y los motociclistas parten con sus modernos jeans y vistosas Nikes. Subimos por el sendero de tierra y pasamos casas construidas en maderas y techadas con tejas, paja o zinc. Las más grandes tienen cobertizos para animales y estanques para la crianza de peces. Un bello atardecer tiñe de rojos los montes. Casi al final de la aldea subimos unos escalones y entramos a una de aquellas casas.

Una vez mis ojos se acostumbran a la penumbra  recorro el amplio salón, testigo de los confusos tiempos que corren entre la tradición y la sociedad de consumo. Las altas vigas de madera demuestran que la estructura tiene sus años, el suelo está cubierto de esteras. Al fondo a la derecha sale un pasillo que lleva a la cocina donde las mujeres de la casa preparan los alimentos en un fogón formado por tres grandes piedras y el humo del fuego sale por una ennegrecida abertura en el techo del espacio circular. A mi izquierda sobresale un moderno sofá, forrado en plástico transparente para proteger el chocante terciopelo rojo, en la esquina opuesta reina un televisor.

El sofá está vació, el televisor apagado y sobre las esteras de paja hay un grupo reunido. Andya me presenta al dueño de casa, un agricultor sensible a las tradiciones, tanto las del campo como las sociales, encargado local del proyecto que pretende integrar conceptos de agricultura ecológica con la agricultura campesina para que la gente no termine abandonando los campos para irse a los cinturones pobres de las ciudades. Hay dos ancianos, los cuales me son presentados como jefes tribales de la vecina isla de Sumatra. Están de visita y vienen preocupados por la devastación de sus bosques ancestrales por parte de la industria maderera que destruye la diversidad de flora tropical, acaba con los hábitats de los animales y socava los medios de sustento de sus pueblos con la siembra de monocultivos de árboles, los modernos desiertos verdes. Uno de los ancianos viaja con Nadia, una joven de quince años, su nieta y sucesora. La joven se quedará en la aldea por varios meses para aprender las destrezas que allí se están compartiendo.

Por esa maravilla humana que es el arte de la comunicación, entre risas y gestos y traducciones superpuestas de dialectos, javanés e inglés, nos hemos pasado todo la noche conversando. Entre platos de arroz, pescaditos fritos, berenjenas guisaditas y otras cosas muy sabrosas que al día de hoy no sé que son, todo comido con las manos sentados en el suelo sobre las esteras, aquel heterogéneo grupo intercambiamos información sobre la destrucción de nuestros mundos, las luchas por  sobrevivir, el optimismo ante el mañana y una fe ciega en que cada día se construye la esperanza. No recuerdo palabras, solo puras intensidades cruzando aquel espacio en algún lugar al que difícilmente sabría regresar.

Me doy cuenta que ha llegado la hora de descansar, pues se recogen las tazas con los restos de tisanas de hierbas aromáticas y los tazones donde nos hemos lavado las manos. Sobre las esteras los dos ancianos y la niña han tendido sus petates y se aprestan a dormir. Como invitado de honor me han reservado el incómodo sofá con su forro plástico. Logro acomodarme con alguna dificultad y pronto la noche se disuelve con su suave ritmo al son de ranas e insectos cantores.

A los que somos hijos del trópico lluvioso no nos sorprenden las piedras brillantes y redondeadas al cruzar saltando los lechos de los ríos. Tampoco nos resultan exóticas las largas y flexibles hojas de las plantas de banana, y se nos agua la boca al levantar la vista y ver esos inmensos racimos de cocos colgando allá arriba sobre los troncos de las palmeras. También tengo que decir que, como mucha gente, había visto esas fotos de las laderas de las montañas talladas en terraza tras terraza para la siembra de arroz en los países asiáticos. Pero más allá de las hermosas piedras pulidas, la abundancia de plátanos y la bella y preñada esbeltez de las palmeras, nada me hubiese podido preparar aquella mañana para el impacto vivido cuando el grupo – caciques, princesa, agricultor, Andya y servidor - salió de la refrescante penumbra del bosque al resplandor azul y la multiplicidad de verdes. Hacia al frente, arriba y abajo la vista recogía aquella naturaleza de agua, animales domésticos, peces, lagartijos, plantas medicinales, arbustos, frutales y, sobre todo, siembras sobre siembras de arroz. Una naturaleza esplendorosa y productiva allí donde la mano de hombres y mujeres habían transformado el medio durante siglos para, enorme paradoja de la modernidad, aumentar la diversidad de vida en vez de matar la posibilidad de la vida.

Asisto, dando gracias al universo por la plenitud que hincha mis venas, a un escenario donde cada una de aquellas personas aporta, desde su saber, experiencia y curiosidad, a una clase magistral al aire libre sobre temas tan en boga como la relación entre el conocimiento tradicional y la conservación de la diversidad de formas de vida en este planeta, la sustentabilidad intergeneracional en el uso de los recursos naturales, el manejo comunitario ancestral de las fuentes de agua, el respeto por la sabiduría de los mayores, y, cómo no, el valor estético de la más bella arquitectura de exteriores.

Se va acortando el día y estamos en la casa vieja del poblado. Me cuesta darme cuenta por qué es tan importante para los lugareños la visita de los extranjeros. Al llegar una pareja de ancianos, los actuales habitantes y custodios de la enorme estructura de madera, nos esperaban con el té servido y la sonrisa cálida. Andya traduce, voy entendiendo que la casa pertenece desde hace tiempo a la comunidad, pero no es un templo ni un hospedaje. Cómo que simplemente está allí.

Antes de irnos nos invitan a pasar al patio, lugar de huerta e implementos de trabajo agrícola. En un costado hay un cobertizo al cual, con cierta ceremonia, nos invitan a entrar. Lo único que veo son algunas hileras de palos que van de esquina a esquina que sirven de sostén a grandes atados de paja. Pronto me doy cuenta que son racimos de semillas de arroz. Con voz firme y cierto destello de orgullo en los ojos, el viejo va describiendo algunas de las más de treinta variedades de arroz representadas en aquel rudimentario banco de semillas comunitario. Resulta que las semillas de algunas variedades son buenas para cosecharlas temprano, otras prefieren los tiempos más secos y otras crecen mejor cuando llueve demasiado, unas resisten el ataque de las langostas y otras el de la marchitez, algunas se siembran en las partes más altas y frías de las montañas, mientras las de más allá se cosechan a tiempo para las fiestas del año nuevo. En aquel cobertizo se guardan las semillas madres, renovadas cada temporada, que le garantizan  a aquella comunidad la seguridad alimentaria y su superviviencia.  Los ancianos son sus guardianes.

Andya, con los humildes medios de su organización, andaba por aquellos mundos de dios recogiendo esos conocimientos sobre la gestión de la vida campesina, documentándolos, sirviendo de enlace entre pueblos que habían perdido y querían recuperar saberes y semillas. Pero sobre todo, manteniendo viva la esperanza ante el embate de la agricultura industrializada y su aplanadora cultural.

Un par de años después, en uno de esos pasillos movedizos que transportan a la gente que ya ni quieren andar de un edificio de cristal al otro, me crucé con Andya durante otra de aquellas reuniones internacionales donde los países ricos exhiben su mezquindad y los pobres negocian las migajas del subdesarrollo. Nos miramos, nos reconocimos, nos sonreímos, y esa vez no tuve dudas de qué era lo que hacía en medio de aquella burocracia ambientalista aquel hombre sencillo, más bien bajo, de piel morena y ojos levemente almendrados.



[1] Los hechos y personajes en este relato son ficticios, las estrategias locales para la conservación de la biodiversidad y el sustento no lo son.