Sembrando puentes en nuestro conocimiento

por Nelson Alvarez Febles


El texto que sigue es el prólogo al libro de José Rivera Rojas, “Desde Borinquen Atravesada: apuntes para una sustentabilidad jíbara.” Editado por María Benedetti, generosamente ilustrado, publicado por SembrArte, PT. ISBN 978-0-9840754-1-6, 200 páginas, Caguas, 2009. Disponible en las principales librería o a través de: bendicionesbotanicas@gmail.com


En su libro “Desde Borinquen Atravesada: apuntes para una sustentabilidad jíbara,” el agricultor cagüeño José Rivera nos demuestra la palpitante vigencia de nuestro mundo campesino hasta los años setenta del siglo XX, cuando el resto del país ya vivía una realidad de autopistas, condominios, centros comerciales y suburbia norteamericana.

La cultura jíbara seguía produciendo y reproduciendo saberes, aún cuando la oficialidad gubernamental la iba encasillando en folklore navideño, ferias de artesanía y concursos de trovadores. Sobrevivía un complejo entramado de conocimientos sobre la naturaleza −animales, flora silvestre y cultivos− que continuaba aportando un sustrato sumamente valioso a nuestra agricultura. Todo esto, a pesar de la supuesta revolución verde que ya empezaba a tener sus impactos devastadores sobre nuestro medio natural y la salud de nuestra gente.

Aun prevalecía en nuestra sociedad rural un complejo sistema de valores que incluía la solidaridad, el respeto a los demás, a la naturaleza y –muy contrario a lo que se ha querido transmitir en una imagen ridiculizada del jíbaro– un profundo sentido del amor propio. Lo dice José Rivera cuando declara orgulloso que: “Las casas que construíamos quedaban bonitas y bien cómodas”, y cuando asemeja el conocimiento campesino sobre agricultura a “un doctorado en la materia”.

La palabra jíbaro es un vocablo que viene de los pueblos arahuacos del norte de América del Sur. En Puerto Rico, esta palabra se utilizó primero para designar a las poblaciones indígenas que se adentraron a las montañas de la Isla en defensa ante el genocidio español. Se dice que para los taínos la palabra jíbaro quería decir ‘gente del bosque’ y que así se llamaban a si mismos. Nuestros jíbaros serían los descendientes de los taínos en un mestizaje con españoles y negros. Con el tiempo, la palabra se utiliza para designar en Puerto Rico a los campesinos de las montañas y su cultura. No es hasta el proceso de rápida industrialización a partir de los años cincuenta que se comienza a utilizar la palabra jíbaro como sinónimo de persona culturalmente rezagada o ignorante.

Los jíbaros son también nuestros campesinos puertorriqueños, desterritorializados y convertidos en reliquia en el imaginario social. En Puerto Rico el complejo y altamente productivo acervo de conocimiento tradicional fue ignorado, desapercibido y negado, debido a las privaciones, la pobreza y el despojo territorial que sufrió nuestro campesino en las haciendas de montañas y en los cañaverales. Era cierta la miseria del ‘jíbaro arrimao’, desterrado por los hacendados a vivir con sus familias en terrenos marginales de muy baja productividad agrícola, prohibido de criar animales domésticos para que éstos no dañaran las siembras del amo. Eran muchos los jíbaros amarrados por regímenes seudo-esclavistas a las economías de las haciendas, privados prácticamente de toda educación formal y sometidos por el látigo o la pistola del mayoral en las centrales azucareras hasta la mitad del siglo XX. Las clases terratenientes mantuvieron por siglos a nuestros campesinos en condiciones infrahumanas.

El rechazo de nuestra cultura campesina tradicional fue alimentado por el devastador impacto de varios fenómenos naturales y sociales: los huracanes San Ciriaco a finales del siglo XIX y San Felipe en el 1929, la gran depresión económica mundial a partir del mismo año, enfermedades como la anemia infecciosa, la bilharzia y la malaria. Las condiciones de extrema pobreza que resultaron de tantos azotes fueron confundidos con una supuesta “inherente mediocridad” en la manera de los jíbaros aproximarse a la realidad. No es de extrañar el cruel retrato que nuestra literatura hace de ese jíbaro, desde la miseria física y moral en La Charca de Manuel Zeno Gandía en el siglo XIX, hasta la desgracia existencial del campesino obligado al exilio, ya sea el urbano en “En el fondo del caño hay un negrito”, o a los niuyores, en “La carta”, ambos cuentos de José Luis González.

Sin embargo, existe muchísima evidencia de que allí dónde nuestros jíbaros tuvieron acceso a suficiente tierra de buena calidad, con bosques y agua para cubrir las necesidades familiares y comunitarias, los campesinos establecieron fincas altamente productivas que permitían alimentar a familias numerosas, apoyar a los vecinos más necesitados y vender excedentes en los mercados locales o de exportación. No es éste el lugar para entrar en una discusión más académica; basta con dar dos ejemplos. Primero, ésa fue la experiencia que testimonié cuando viví en el Barrio Matuyas Bajo de Maunabo a finales de los años setenta. Allí conocí a familias que habían desarrollado actividades productivas rurales diversas y exitosas, y que habían criado y educado muchos hijos –propios y ajenos– en entornos sociales bien estructurados, basados en su enorme caudal de conocimientos sobre la naturaleza. El otro ejemplo es lo que nos cuenta José Rivera en estas páginas. Un mundo de niños y niñas saludables creciendo y educándose en el Barrio Borinquen Atravesada de Caguas en los años cincuenta y sesenta. Familias que manejan sistemas complejos de conocimientos para su sustento: agricultura para la alimentación de personas y animales, construcción, fabricación de herramientas y la conservación y usos sustentables de los recursos naturales.

Llama enormemente la atención lo que nos comparte José Rivera sobre la calidad y cantidad de conocimientos tradicionales en torno a la agricultura y la naturaleza. En Puerto Rico se ha negado la existencia de un conocimiento tradicional importante, argumentado el genocidio indígena y la temprana inmigración europea y africana. Nosotros refutamos esa ruptura histórica y apoyamos la tesis de que en la Isla hubo una importante supervivencia indígena mucho más allá del siglo XVI. La justifica la extensa y comprobada presencia genética, lingüística, toponímica, cultural y tecnológica taína, así como la historia de la colonización tardía europea de la zona central montañosa.[1]

En el artículo 8j de la Convención sobre la diversidad biológica, aprobada por 150 países[2], se define al conocimiento tradicional como “…los conocimientos, las innovaciones y las prácticas de las comunidades indígenas y locales que entrañen estilos tradicionales de vida pertinentes para la conservación y la utilización sostenible de la diversidad biológica”. Por lo general, este conocimiento –intrínseco a las comunidades campesinas tradicionales– es desarrollado a través del tiempo y depende de la transmisión intergeneracional. En la actualidad, a nivel mundial, el conocimiento tradicional se considera uno de los pilares para la conservación y uso sustentable de los recursos naturales.[3]

Para poner un ejemplo del libro que comentamos, durante las décadas pasadas se burlaban cuando uno proponía que en Puerto Rico había que volver a usar las yuntas de bueyes para arar en las fincas de montaña. Se puso de moda el uso de puercas, maquinarias pesadas, para “limpiar” los terrenos inclinados, pues el Departamento de Agricultura ofrecía incentivos para que los agricultores las utilizaran. Todavía se pueden ver operadores temerarios subir y bajar con esas máquinas, arrastrando toda la vegetación y el mantillo o tierra fértil al fondo de las rejoyas o lomas. No cuesta mucho deducir el daño a los suelos, la destrucción de los cuerpos de agua y la pérdida de biodiversidad terrestre y acuática. Tales prácticas, unidas al uso de agrotóxicos, han contaminado montes, ríos, lagos, estuarios, manglares y arrecifes coralinos.

Recientemente las autoridades agrícolas han vuelto a incentivar el uso de la yunta de bueyes en nuestras fincas de montaña. ¡Enhorabuena! Aunque sea para evitar provocar más daño y facilitar la recuperación de nuestros agroecosistemas. Y felicitaciones a José Rivera por que nos ofrece en estas páginas mucha información sobre cómo se doman los bueyes, cómo se ara con ellos y cómo se les cuida.

Cómo parte del proyecto de SembrArte, PT, en La Casa Jíbara del Siglo XXI del Jardín Botánico y Cultural en Caguas,[4]José Rivera incorporó una yunta de bueyes y aró aquellos terrenos con ellos. Sabemos de otros agricultores en Cidra, Cayey, Humacao, Toa Alta, Barranquitas, Hatillo y Orocovis que han hecho lo mismo. Sin esta memoria viva, las decisiones gubernamentales quedarían en papel mojado o como vanos intentos de reinventar valiosas tecnologías nacidas de una larga evolución entre el ser humano y el medio natural.

Ante los intentos de la ciencia reduccionista oficial de despachar el conocimiento campesino como resultado del azar o de ensayos tipo “prueba y error”, muchísimos estudios demuestran que a través de los siglos los agricultores han llevado a cabo investigaciones inteligentes en áreas tales como la selección y mejoramiento de cultivos, el desarrollo de tecnologías apropiadas y la transformación del medio natural para hacerlo sustentablemente productivo. Desde hace algún tiempo vengo afirmando −y me apoyan investigaciones recientes[5]− que las familias campesinas e indígenas constituyen las comunidades humanas con el mejor expediente como manejadores sustentables de los recursos naturales a través del planeta.

Son muchos los ejemplos presentados en este libro que demuestran el manejo sustentable de los recursos. El padre de José Rivera siembra para dar de comer a la familia, a los vecinos que están necesitados y para la venta, lo cual es una estrategia de estabilidad y diversificación de riesgos típica de las familias agrícolas. Como dice el autor: “Éramos pobres, pero en la pobreza no faltaba nada”. Los cultivos se siembran en acompañamiento (cómo el maíz y el arroz), y se van rotando de lugar para dejar descansar a la tierra y mejorar la producción. Los animales, las siembras, el estiércol, el agua limpia, los bueyes, los cuerpos celestes, todo forma parte de un sistema agrícola integrado. En la finca de la familia de José hay un bosque −“el montecito”− que no se tala, pues es una reserva de madera, algo común en muchos pueblos tradicionales que entienden que no todo puede ser devastado para ganancias a corto plazo.

Todo animal y planta de uso humano viene acompañado de un nombre y un caudal de conocimiento. Cuando perdemos este conocimiento, ese recurso biológico pierde su utilidad para nosotros. Siempre recuerdo con cariño a don Santos Rodríguez[6], maestro agricultor allá en el Barrio Matuyas en los años setenta, quien le conocía nombres y usos a prácticamente todas las plantas y árboles en aquellos entornos. Nuestro más joven don José Rivera es otro maestro agricultor que nos enseña a ponerle nombre y uso a los habitantes de nuestros campos.

Debemos agradecerle a José Rivera que nos cuente cómo se siembra el arroz, el maíz, el tabaco, los ñames. En todo, el autor del libro manifiesta una sensibilidad propia del que se considera parte de su entorno, no rey y señor. A los bueyes se les trata con respeto y cuidado. El lechón –a pesar de su destino como alimento– es una mascota al que se le busca agua limpia y se le cocina. Las plántulas o plantines de tabaco se trasplantan con infinito cariño del semillero a la tierra.

A pesar de que en los relatos se percibe un mundo machista bajo la autoridad del abuelo Papá, nos llama la atención la riqueza de relaciones sociales entre los niños, entre las mujeres y entre hombres, mujeres y niños. Es preciosa la descripción de los juegos, la fabricación de juguetes y la libertad y respeto con que jugaban juntos niños y niñas. La mujer tiene un lugar propio en el mundo del trabajo agrícola y se le trata con respeto en sus distintos roles. Este libro nos presenta mujeres fuertes y hombres que lloran. Por supuesto que no se trata de un mundo ideal, pues el autor nos describe también obreros agrícolas que trabajan por tres pesos al día, niños que riegan pesticidas sin ninguna protección y pobres entre los pobres.

Faltaría mucho por comentar, pero sobre todo me alegra leer en estas páginas que nuestro conocimiento tradicional no es hoy meramente folklore, que está vivo en las mentes de gente relativamente joven como este don José que escribe el libro que tienes en tus manos. También me llena de esperanza saber que personas como José Rivera están entre nosotros, dispuestos a participar de la educación de nuestros jóvenes, ya sea haciendo huertos escolares orgánicos o creando proyectos como SembrArte.

Creo sinceramente que, más allá de cual sea el futuro de ese proyecto que María Benedetti y José Rivera han llevado con tanto esmero investigativo y dedicación humana, la labor de SembrArte, P.T. –y específicamente la Casa Jíbara del Siglo XXI– quedará para la historia como uno de esos maravillosos puentes que tendemos desde el pasado, a través de un presente inquieto y renovador, a un futuro que siempre imaginamos mejor.

Gracias, José, por dejarnos sembrar con tus semillas la esperanza.

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Nelson Álvarez Febles lleva desde el 1977 practicando la agricultura orgánica y trabajando sobre la agricultura ecológica como una alternativa sustentable y socialmente justa. Tiene estudios en sociología y derecho y una maestría en ecología social. Es autor de El Huerto Casero: manual de agricultura orgánica (1984, 2008), La tierra viva: manual de agricultura ecológica (1993) y docenas de artículos sobre la biodiversidad y el conocimiento agrícola tradicional. Produjo los videos La composta: el oro marrón de los agricultores y Agricultura para los nuevos tiempos (INEDA/UMET). Para comunicarse: alvareznelson@hotmail.com.

[1] El Dr. Juan Manuel Delgado desarrolla estos y otros conceptos afines en el curso “Historia de la sobrevivencia indígena en Puerto Rico”, en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, en San Juan, Puerto Rico. http://www.ceaprc.org/index.php

[2] Firmado en 1992 en Río de Janeiro, Brasil, durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo. Es interesante visitar el sitio en Internet de la Convención, con versión disponible en español: www.cbd.int

[3] El estudio del conocimiento tradicional, o traditional knowledge como se le conoce en inglés, es un campo dinámico de la antropología, la etnología y ecología social. Existe abundante información, una rápida búsqueda en Internet sirve para adentrarse en un fascinante campo de estudio.

[4] Este proyecto estuvo a cargo de Rivera y Benedetti desde su comienzo (2004) y construcción (2006) hasta junio del 2009, que SembrArte dejó de administrar la Casa Jíbara y se desvinculó del Jardín Botánico y Cultural de Caguas.
[5] En el sitio de la Convención de Diversidad Biológica hay mucha información sobre la relación entre el conocimiento tradicional y la sustentabilidad (ver la nota 3, arriba). El Prof. Jules Pretty, británico, ha investigado y escrito extensamente sobre el tema, y acaba de publicar Sustainable Agriculture and Food, una obra de cuatro volúmenes (Earthscan, ISBN 1844074080, 2008).

[6] “Los cuentos de Don Santos”, libro que publiqué en el 2005, lleva su nombre en un homenaje a la sabiduría de nuestra gente de montaña (ABRACE/Ediciones Callejón, ISBN 9974663857).