Por Nelson Alvarez Febles
Serie agricultura ecológica y soberanía alimentaria en Puerto Rico | Parte 3
La agricultura es, por definición, una intervención humana sobre el espacio natural.
La agricultura nos refiere al conjunto de actividades humanas dirigidas a cultivar (trabajar) la tierra para procurarnos alimentos y otros medios de sustento (ropa, materiales de construcción, remedios para la salud, aceites, etc.). Además es la cultura del agro: una referencia a la especificidad de las relaciones sociales que se dan alrededor de la actividad agrícola. Desde esa perspectiva sistémica, si deseamos hacer una aproximación crítica a las prácticas agrícolas en Puerto Rico, es conveniente echar un vistazo a cómo históricamente los habitantes de nuestra Isla se han relacionado con sus ecosistemas para hacer agricultura y alimentarse.
Los taínos y la sustentabilidad
Poblada desde hace varios miles de años, el pueblo taíno -descendiente de los arahuacos del norte de la América del Sur- habitaba la isla de Borikén al momento de la invasión y genocidio español a finales del siglo XV. Era un pueblo con sistemas complejos de estratificación social y amplia recopilación de conocimientos sobre la naturaleza. Su número al momento de la colonización ha sido estimado entre 60,000 y 2500,000. Aunque probablemente hayan sido muchos menos que esta última cifra, la realidad es que a través del archipiélago de Puerto Rico, en todos sus ecosistemas, hay restos arqueológicos de las culturas aborígenes.
Los taínos fueron descritos por los primeros cronistas españoles como “más vegetarianos que carnívoros”, de buen porte físico y saludables. Eran agricultores, cazadores, pescadores y recolectores. Recogían frutas, raíces, cortezas, plantas comestibles y medicinales, caracoles e insectos. Comían sus alimentos crudos, hervidos, guisados, tostados y asados. Cazaban aves, tortugas, pequeños mamíferos y manatíes. Pescaban todo tipo de crustáceos, peces y otros animales en aguas dulces y saladas. Hacían fincas o conucos altamente biodiversos, en los cuales practicaban los cultivos intercalados y las rotaciones. Cosechaban maíz, yuca, calabaza, habichuelas, tomates y muchos otros alimentos. Aunque había intercambio y comercio con otros pueblos del área del Caribe, eran autosuficientes.
Para los pueblos, tanto en el caso histórico de los taínos como hoy con las comunidades campesinas locales, la agricultura provee mucho más que alimentos. Los sistemas agrícolas altamente diversificados e integrados contienen componentes que se interrelacionan y complementan, e incluyen agricultura, manejo agroforestal, animales domésticos y áreas silvestres. Esos sistemas proveen a las familias agrícolas y comunidades alimentos y una gran diversidad de materiales para fabricar vestimentas, construir casas, y el cuidado de la salud, entre muchos otros servicios. Además, las comunidades tradicionales tienen uno de los mejores expedientes históricos en el manejo sustentable intergeneracional de los recursos naturales para el sustento.
Aunque la historia oficial tiende a enfatizar la esclavitud de los taínos para buscar oro en los ríos, es probable que la mayor rentabilidad que los españoles encontraron en Borikén fue la explotación por parte de los taínos esclavizados de sistemas agrícolas altamente sofisticados y diversos para producir alimentos que les permitiera sobrevivir en un entorno que les extraño y hóstil. Además de abastecer a los barcos para los cuales Puerto Rico era la primera parada americana en su paso hacia otras colonizaciones. Los barcos llegaban al Caribe con las reservas de alimentos agotadas o dañadas. Durante los primeros años de la colonización los indígenas proveían cantidades importantes de casabe, un tipo de pan hecho a partir de la yuca o casava, con un nivel de nutrientes comparable con el trigo o la cebada europea.
Colonización española y sobrevivencia indígena
Aunque hay controversia entre los historiadores sobre los aspectos cuantitativos y cualitativos de la sobrevivencia indígena en la Isla, lo cierto es que la población indígena fue diezmada por la esclavitud, las nuevas enfermedades, la guerra y las migraciones a otras islas. Sin embargo, la presencia toponímica, lingüística, genética y de aspectos culturales de lo indígena en el Puerto Rico de hoy sustenta los argumentos de que los sobrevivientes se refugiaron en el interior montañoso de Borikén, instaurando una sobrevivencia hasta por lo menos el siglo XVIII.
Los españoles empezaron a pasar hambre e intentaron adaptar cultivos de origen europeo al clima tropical, entre ellos el arroz, los garbanzos, ajo y cebolla y otros vegetales. Desde entonces se ha dependido de la importación para el abastecimiento de otros alimentos que se integraron a la dieta puertorriqueña: aceitunas y aceite de oliva, harina de trigo y pescado salado, especialmente bacalao.
La caza indiscriminada y la ignorancia de los ciclos reproductivos diezmaron en poco tiempo las poblaciones de las aves y otros animales comestibles. Los europeos introdujeron cerdos, vacas, gallinas, caballos, ovejas y cabras, razas que rápidamente se adaptaron a los ecosistemas isleños. Nuevas industrias pasaron a dominar la economía agrícola de la Isla, como la caña de azúcar, la ganadería, el comercio de pieles y la producción de jengibre. La necesidad desmedida de madera para la construcción y para leña llevó a la rápida destrucción de bosques y manglares.
Es fácil imaginar como el frágil equilibrio que los pueblos originarios habían logrado y mantenido con el medio natural de la Isla fue rápidamente sustituido por la devastación de los ecosistemas, minando la sustentabilidad productiva y comprometiendo la responsabilidad intergeneracional característica de la mayoría de los sistemas agrícolas indígenas y locales. Solamente podemos intuir, a través de la arqueología y por asociación con lo estudiado sobre otros pueblos, el patrimonio de conocimientos tradicionales adquiridos durante siglos y perdido en el proceso de colonización.
Nosotros acompañamos a los estudiosos que sostienen que nuestros jíbaros, campesinos de las zonas montañosas, fueron los descendientes de los taínos que huyeron a las guácaras -cuevas del interior- en un lento mestizaje con descendientes de españoles y, en menor medida, negros cimarrones. Somos de la teoría de que una parte importante de la tecnología agrícola practicada por nuestros jíbaros hasta entrado el siglo XX fue en realidad adaptada de los sistemas indígenas, con modificaciones a partir de influencias españolas. Después de haber conocido a fondo el sistema de terrazas árabe practicado en la península ibérica, estamos convencidos de que los sistemas de conservación de suelo utilizados tradicionalmente en nuestras montañas son esencialmente distintos. Además, para los que hemos tenido la oportunidad de cultivar según lo ha hecho el jíbaro tradicionalmente, los sistemas de tala, quema y rotación, de asociación y sucesión de policultivos, gran biodiversidad productiva, manejo de suelos y del agua, conocimiento climatológico, cosecha, almacenamiento y consumo tienen, definitivamente, mucho de tecnología indígena, si se hacen comparaciones con otros pueblos originarios centro y sur americanos.
Expansión agrícola bajo la colonia española
Los siglos XVII y XVIII fueron tiempos de mucha inestabilidad económica, caracterizados por los ataques de piratas y corsarios, huracanes y el régimen de control draconiano que los españoles impusieron sobre la inmigración y el comercio. Ante la falta de trabajadores indígenas los colonizadores comenzaron a traer esclavos secuestrados de África. Con ellos introdujeron cultivos africanos como los guineos, plátanos y ñames, que rápidamente pasaron a ser parte de la dieta de los pobladores de la Isla. También, como parte del juego de ajedrez botánico que los europeos hicieron a nivel mundial, se introdujeron árboles con frutos comestibles como la pana, el mangó, los cítricos, el tamarindo y la palma de coco, que en poco tiempo modificaron el paisaje y la alimentación en Puerto Rico.
El siglo XIX, especialmente después de la apertura política española tras perder las colonias suramericanas, fue uno de expansión agrícola. Para el año 1830 los cultivos para la alimentación de los pobladores ocupaban el 70 por ciento de la tierra agrícola, y la Isla era autosuficiente en arroz, tubérculos, maíz y otros alimentos centrales a la dieta local. Se intensificó la colonización del interior montañoso de la Isla, por aquellos que, en sus incios, buscaban un pedazo de tierra para subsistir y quizás vender excedentes para suplir los mercados urbanos.
Pronto la caña de azúcar pasó a dominar las mejores tierras costeras y se talaron los bosques de los valles interiores para el ganado. Con la introducción del café y el tabaco, que pasaron a ocupar el segundo y tercer lugar como cultivos de exportación, se consolidó un régimen de explotación mercantilista en la zona central. Las nuevas migraciones de catalanes, mallorquines y corsos pasaron a dominar sistemas comerciales que integraban la producción, la venta de implementos agrícolas y herramientas, el crédito, la comercialización y la exportación.
Fue la época del establecimiento de grandes haciendas – y capitales familiares – en Puerto Rico. También de la consolidación de regímenes semi-feudales mediante los cuales las familias campesinas del centro de la Isla quedaban atadas en el servicio a las haciendas mediante la concesión de terrenos marginales para hacer sus casas – los llamados ‘arrimaos’ – y relaciones económicas que favorecían situaciones de semi-esclavitud a través de círculos viciosos de endeudamiento. Frecuentemente al obrero agrícola se la pagaba con vales –algunas haciendas llegaron a tener moneda propia- que solo se podían utilizar en las tiendas de los hacendados.
Para mediados del siglo XIX ya se registran quejas de suelos sobre explotados en el área occidental de la Isla. Mientras, ante la expansión de los cultivos de caña y café, el área total agrícola dedicada a la producción de alimentos se reduce al 50 por ciento. Crecen entre la clase criolla los movimientos independentistas y contra la esclavitud, en abierta confrontación con la corona española. En los años 1880 y 1890 se cuestiona en la Isla el modelo de desarrollo agrícola, y algunos argumentan que se debería diversificar la producción y atender mejor las necesidades del mercado interno. Cuando ocurre la invasión norteamericana de la Isla en el 1898, se estaba en un proceso de transformación capitalista, con nuevas empresas en el área agro-alimentaria, como enlatados y fabricación de dulces. Sin embargo, cerca de un 70 por ciento de la comida consumida en Puerto Rico se importaba.
Primera mitad del S. XX, pobreza y monocultivos
Los primeros años del siglo XX fueron de extrema pobreza y hambre en Puerto Rico. El huracán San Ciriaco del 1899 devastó la agricultura, especialmente el cultivo del café. Estados Unidos gobernó la Isla primero a través de un gobernador militar, y desde el 1900 hasta el 1948 con gobernadores nombrados por el presidente de aquel país. Los inversores estadounidenses metieron enormes cantidades de dinero en desarrollar monocultivos de caña de azúcar, eventualmente desplazando a otras actividades agrícolas, lo cual aumentó las desigualdades sociales.
La caña cubrió todos los llanos costeros y subió hasta los valles de montaña en la Cordillera Central. En Adjuntas y Cayey hubo centrales azucareras. Las grandes centrales, casi todas compañías norteamericanas, desplazaron a los agricultores criollos, llegando a controlar 80-85 por ciento de la manufactura del azúcar. En el año 1930 el 72 por ciento del total del valor de las exportaciones fue azúcar, seguido de algodón y derivados, tabaco y frutas. El café era ya prácticamente insignificante como rubro de exportación.
Se calcula que para finales de la década del 1930 más del 90 por ciento de la Isla estaba dedicado a algún tipo de actividad agrícola. Además de la producción para la exportación mencionada antes, en el año 1938 el 65 por ciento de los alimentos consumidos en Puerto Rico fueron producidos localmente, por una población de cerca de dos millones. Eso incluía toda el azúcar, el café y frutas, casi todos los huevos, tubérculos y vegetales, más del 60 por ciento de los productos lácteos, la mitad de la carne y el 40 por ciento de las legumbres.
A pesar del peso de la agricultura en nuestra economía, durante la primera mitad del siglo pasado se fomenta el rechazo de nuestra cultura campesina tradicional, rechazo que es alimentado por el devastador impacto de varios fenómenos naturales y sociales: los huracanes San Ciriaco a finales del siglo XIX y San Felipe en el 1929, la gran depresión económica mundial a partir del mismo año, enfermedades como la anemia infecciosa, la bilharzia y la malaria. Las condiciones de extrema pobreza que resultaron de tantos azotes, unido a la tradicional explotación latifundista, fueron confundidos con una supuesta “inherente mediocridad” en la manera de los jíbaros aproximarse a la realidad, tanto en cuanto a la tecnología agraria como en los valores culturales.
En esos años se comienza a decir en Puerto Rico que la alimentación tradicional no es nutricionalmente adecuada. Es cierto que los estudios encuentran deficiencias alimentarias, tanto en cantidades como en calidad. Pero lo que no se incluyó en el diagnóstico fue la situación de extrema pobreza y marginalidad en que vivía muchísima gente. Nosotros hemos constatado que allí donde se tenía acceso a tierra suficiente y trabajo, como en las montañas de Maunabo, la situación era otra, y las familias lograban criar muchos hijos sanos y fuertes.
Los doctores Axtmayer y Cook, en un excelente trabajo de investigación publicado como Manual de bromatología (1942), analizaron la dieta y la salud de los puertorriqueños. Concluyeron que definitivamente existían enfermedades relacionadas con la alimentación, pero que no tenían que ver con el consumo neto de calorías, que era similar a los de los Estados Unidos. Las deficiencias identificadas fueron de aminoácidos, calcio, y vitaminas A, D y complejo B. Los autores desarrollaron varios menús, según los niveles socioeconómicos de las familias puertorriqueñas, para subsanar esas deficiencias. Llama la atención que las propuestas eran, mayormente, en base a comidas tradicionales puertorriqueñas, con la recomendación de aumentar el consumo de huevos, lácteos, y vegetales.
A pesar de lo anterior, existe evidencia de que en Puerto Rico se desprestigió la comida criolla para favorecer el estilo de alimentación norteamericana y la importación de alimentos. Se hizo campaña contra el consumo de tubérculos nativos. Hemos recogido testimonios en el área de Patillas de que agentes gubernamentales llegaron a decirle a la gente en los campos que comer pana les daba parásitos a los niños, y recomendar que cortaran los árboles. Mientras, se introdujo masivamente el consumo de la papa y otros alimentos de producción extranjera. Grandes sectores pobres de la población vivía entre un mar de guajanas, la flor de la caña, y ‘arrimaos’ en los sectores marginales de las haciendas del centro de Puerto Rico.
El jíbaro desterritorializado y la agricultura del futuro
La palabra jíbaro es un vocablo que viene de los pueblos arahuacos del norte de América del Sur. En Puerto Rico, esta palabra se utilizó primero para designar a las poblaciones indígenas que se adentraron a las montañas de la Isla en defensa ante el genocidio español. Se dice que para los taínos la palabra jíbaro quería decir ‘gente del bosque’. Nuestros jíbaros serían los descendientes de los taínos en un mestizaje con los habitantes que llegan a poblar la Isla. Con el tiempo, la palabra se utiliza para designar en Puerto Rico a los campesinos de las montañas y su cultura. Llegó a designar lo más noble de la cultura puertorriqueña, y nuestros habitantes rurales, incluidos los criollos, la utilizaban con orgullo para nombrarse.
Los jíbaros son nuestros campesinos puertorriqueños, desterritorializados y convertidos en reliquia en el imaginario social. En Puerto Rico el complejo y altamente productivo acervo de conocimiento tradicional fue ignorado, desapercibido y negado, debido a las privaciones, la pobreza y el despojo territorial que sufrió nuestro campesino, primero en las haciendas de montañas y en los cañaverales, y entrado el siglo XX por el modelo depredador de usos de suelo del desarrollismo. Sin embargo, existe evidencia de que allí dónde nuestros campesinos tuvieron acceso a suficiente tierra de buena calidad, con bosques y agua para cubrir las necesidades familiares y comunitarias, los campesinos establecieron fincas altamente productivas que permitían alimentar a familias numerosas, apoyar a los vecinos más necesitados y vender excedentes en los mercados locales o de exportación.
No es hasta el proceso de rápida industrialización a partir de los años cincuenta que la palabra jíbaro se generaliza, por un lado, como sinónimo de persona culturalmente rezagada o ignorante, y por otro, como herencia folklórica rural. Todavía no se ha profundizado lo suficiente en la negación de la cultura agrícola tradicional puertorriqueña, la del jíbaro, que acompañó a la industrialización de Puerto Rico bajo el programa Manos a la Obra durante los primeros años de gobierno del Partido Popular Democrático.
La discusión anterior no se debe confundir con nostalgia por un pasado campesino idealizado. Sin embargo, es inaceptable que hayamos desterrado del imaginario social puertorriqueño el conocimiento, la tecnología y la biodiversidad agrícola que nos nutrió y sustentó hasta mediados del siglo XX, sobre todo si queremos establecer una agricultura moderna en Puerto Rico que sea ecológica y que aporte a la seguridad alimentaria camino de la soberanía alimentaria.
Debemos rescatar el acervo agrícola de nuestros antepasados, desarrollado durante siglos a través de un proceso inteligente de práctica e investigación. Es una tarea urgente, pues hemos perdido gran parte de la biodiversidad que le da sostén a una agricultura localmente adaptada, así como el conocimiento que acompaña todo recurso biológico de uso humano. A partir de ese acervo, en un proceso participativo donde colaboren agricultores locales, técnicos agrícolas, científicos sociales y sectores gubernamentales, trabajar hacia una agroecología moderna que permita hacer de Puerto Rico un lugar agrícolamente productivo, ecológicamente sensitivo, socialmente justo y de responsabilidad intergeneracional.
BIBLIOGRAFÍA PARCIAL
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